Cuento
I. Caribe
La criatura se alimentaba del terror los aventurados que esperaban llegar a la cima de la montaña y los confundía poco a poco –prolongando el desconsuelo–, a través de espejismos, pistas falsas y laberintos sin salida; susurros tan espeluznantes que no podían ser obra del viento. Así culminaban las víctimas en desespero, perdiendo el juicio y sucumbiendo ante el terror transformado en los cuerpos que algún día estuvieron colmados de motivación, cuerpos para quienes Caribe encarnaba mucho más que una criatura hambrienta.
II. Casualidad
Fue por caso que cuando el mayor de una pareja de excursionistas tomó delicadamente el cuello de su novia mientras le gritaba lo injusto que era que él la amase tanto y la estrujaba con fuerza, Caribe descubrió que el miedo era solo uno de los pasos hacia un resultado tan deseoso como la muerte. Pero no la propia, sino la ajena, así que destinó todos sus esfuerzos a que el terror condujera a los mártires hacia aquello que repasaba ahora con más anhelo: el asesinato.
Por supuesto que, después de formar callo y adquirir experiencia, advirtió que mientras más fuerte resultaba el vínculo entre las dos víctimas, más dichoso se sabía al momento en el que uno le quitaba la vida al otro (y la quitaba así, “quitándola”, como cuando “quitas” una canción de la radio o los pepinillos de tu hamburguesa). Pero lo que en un principio solo asustaba a la población de los alrededores, cuyas implicaciones abarcaban el perderse en caminos peligrosos o ser alimento de animales voraces, se tornó muy sospechoso cuando alguno regresaba con vida y narraba lo sucedido con un obvio nerviosismo. Junto con ellos se mezclaba de vez en cuando el relato de uno que otro superviviente –del asesinato o del prurito de asesinar– que describía con vacilación cómo el escenario estaba envuelto en una atmósfera terrorífica donde las personas se trastornaban y enloquecían, como si un “demonio” se apoderara de ellos y les obligara a cometer atrocidades.
Y Caribe se enfurecía tanto: ojalá tuviera ese control. Ojalá pudiera obligarles a cometer barbaries, ojalá fuera un demonio del orbe católico que al adentrarse se apodera del alma y del libre albedrío. Ojalá. Pero no, Caribe solo adornaba uno de los caminos más que otro, y lo acompañaba con el contexto adecuado, las huellas falsas, los senderos erróneos, los susurros del viento y la intensificación de los sentimientos. Pero sobre el libre albedrío, Caribe no tenía poder alguno. Ojalá.
III. Ruleta Rusa
No obstante, las facultades siniestras no siempre tenían efecto en los no-tan-débiles, por lo que, tanto para los aventurados como para Caribe, la selección de víctimas que trascendían el miedo para satisfacerle un poco más –a voluntad propia o no–, se volvió más una especie de ruleta rusa en la que las probabilidades de ganar eran exactamente las mismas que las de perder. Con el tiempo, ningún alma se atrevía a poner un pie en la montaña o sus alrededores, y el terror de las leyendas terminó por opacar por completo las cualidades naturales y visuales que tenía el llegar a la cima.
Consigo, el fenómeno de la ruleta rusa y las gráficas leyendas sobre un destino inevitable alejaron también hasta a los incautos y los imprudentes, sumiendo a Caribe en un hambre por tanto tiempo prolongada que ya no sentía solo el deseo insaciable por los extraviados, sino que se encontraba ahora dispuesto –suponiendo que le fuese una cualidad semánticamente atribuible– a hacerles sufrir un poco del martirio que le atormentaba.
IV. Alcurnia/Supervivencia
Fueron diversas las situaciones desafortunadas que a raíz del ávido anhelo condujeron a Caribe a descubrir el último de los niveles en la escala de la saciedad. La primera aconteció cuando un grupo de tres hermanos se vio obligado a recurrir a la práctica paradójicamente inhumana de consumir carne de su misma especie después de que uno de ellos dio un mal paso y un golpe en la cabeza bastó para hacerle dejar de respirar. Lo discutieron, claro, pero el instinto es difícil de ignorar, y más aún cuando llevas días con el cuerpo tan vacío excepto por el ácido estomacal que te implora un bocado, aunque así fuera de esa alcurnia que compartes. Segundos después –y sabiéndose inerte ante la perturbadora situación–, el más corajudo de los dos restantes desgajaba ya con su navaja suiza un pedazo del torso de su hermano, aún tibio, y vacilando se lo llevaba a la boca para después compartirle al otro un trozo un poco más pequeño. Caribe encontró en este acto una fruición exquisita que nunca antes había experimentado. Ya no se trataba del miedo o la agonía, porque había descubierto una práctica que mostraba el lado más infame del hombre, que lo desnudaba ante todos sus complejos y lo reducía –si es que se trata de un ordenamiento correcto en la escala moral– a un animal capaz de trascender las construcciones humanas y la ética para transformarse en lo que realmente es: el burdo egoísmo de sobrevivir.
Ahora la criatura se acalambraba de una forma casi palpable cuando resonaban las vísceras famélicas de sus víctimas, y el viento se encargó velozmente de correr la leyenda sobre los actos perpetuados en la montaña.
V. Él
VI. Juntos
En realidad, lo más probable es que Él solo se despertó una mañana con ganas de adentrarse en la zona y Beste decidió acompañarlo. Ella siempre terminaba cediendo sin cuestionarle porque vaya que lo amaba, aunque no tanto como Él a ella. Pero el amor no es a prueba de balas, o de criaturas voraces que ponen en duda el libre albedrío, por lo que las sesentaisiete cumbres que llevaban juntos no fueron suficientes para alejarlos de perderse cuando estaban a punto de alcanzar la cima, o de observar desde unos metros cómo un derrumbe se llevaba gran parte del campamento y consigo las provisiones, o de resbalar en el precipicio y caer sobre un matorral, aunque juntos, eso sí, incluso si eso implicaba el mal tino de que uno abatiera boca abajo contra una roca rompiéndose inmediatamente el fémur y la rodilla, y la otra cayera boca arriba; casi intacta, de no ser porque un cactus le atravesó la cervical. A los pocos segundos Caribe ya se nutría con su muerte y esperaba ansioso que Él cediese ante la tentación de probarla, aunque fuera un poco. Era casi mandatorio y el cactus le había facilitado la tarea.
VII. Cítricos
De la misma forma simplista en la que ocurrieron los hechos, Él sabía que en medio del dolor podría haberse detenido a analizar las posibilidades que tenía a su alcance para encontrar la solución más viable, pero ¿cómo carajo habría de concentrarse con Beste muerta a un lado suyo? Hay tiempo. Pero el tiempo arrasa más que nunca en momentos críticos, y después de tantas horas de hambre, sed e incertidumbre, advirtió –como hombre forjado en las montañas– que, aunque milagrosamente consiguiera salir vivo de la inquietante situación, los efectos de salud a mediano y largo plazo traerían consigo nada más que una prolongación de la agonía. ¿Y qué hay de la salud mental? La paranoia de un recelo le perturbaba ahora aún más que los efectos de su supervivencia: entre la exploración de las posibilidades y la impotencia ante su propia muerte, percibió el olor a cítricos del perfume de Beste que se mezclaba con el vaho de su cuerpo que comenzaba a perecer, y se sintió tan repugnado –más de Él mismo que de ella–, porque el hedor solo agravaba su apetito, y estaba seguro de que hubiera comenzado a salivar de no ser porque la deshidratación le tenía la boca seca. El dolor que sentía del torso para abajo se había vuelto también un suplicio mental; un hilo de preguntas abrumadoras que se tejían velozmente a través de la poca razón que le quedaba, porque a su mente no le bastaba con la amargura en la dolencia física, y, aunque tuviera rotos todos y cada uno de los doscientos seis huesos del cuerpo, no lo dejaría sufrir en paz.
VIII. Circunstancia
Ahora se cuestionaba al filo de navaja si la eventualidad lo había convertido en una aberración o si es que siempre lo había sido, pero no lo había notado porque en su puta vida se había visto obligado por las circunstancias a devorar la carne de su novia muerta para sobrevivir, o para sentir al menos un poco de líquido en su lengua seca. Y, si fuera este el caso, ¿aquello implicaría que solo las condiciones lo definían?, ¿que solo bajo el yugo de las experiencias que no vivió se encontraría a sí mismo como lo que pudo ser?, ¿que iba a morir con una idea errónea de su existencia? Una aberración.
IX. Tu Madre/Ajeno
Si fueron horas o días inmersos en el pensamiento, Él no lo sabía más. Se volteó hacia sus piernas rotas y se sintió ajeno a ellas. Miró a Beste. No se trataba de la promesa, por supuesto, porque promesas sin cumplir se había hecho tantas: que iba a dejar de fumar, que comenzaría una dieta –vaya ironía–, que llamaría más seguido a su madre. Su madre. Trató de recordar su rostro. No lo consiguió, pero revivió un recuerdo que hasta ese entonces nunca había procesado: el miedo extrañísimo que uno siente de bebé, cuando de pronto despiertas y te encuentras solo en la habitación. Y lloras, confundido, hasta que llega ella que te escucha desde la sala. No sabes que es tu madre, claro, aún no entiendes ese concepto. Pero te concibes a ti mismo a partir de su voz, de lo que hace contigo, de cuando te coge en brazos y te susurra una canción. ¿Él era eso? ¿Un mero reflejo de sus interacciones sociales? ¿La noción propia era determinada tan solo por la consecuencia de una relación, de su primera lactancia, su primer rechazo, su idilio actual? Miró de nuevo a Beste. Vaya, creo que no es tan hermosa cuando está muerta. La recordó con los labios color marrón como el día que se conocieron y con los ojos llorosos como la primera vez que se pelearon. No fue de ayuda, pues ahora se sentía más ajeno a ella que cuando percibió la placentera mezcla entre los cítricos y la putrefacción.
Sus pensamientos consiguientes ya no solo abordaban un profundo análisis de engaño y auto sabotaje, sino que había optado por encaminarlos hacia la decisión que tenía que tomar –la decisión que Caribe esperaba con ansias–. Pero eran el hambre y Beste, y la por-primera-vez-quebrada concepción de su existencia. ¿Alguna de ellas valía más que las otras dos? ¿El precio biológico yacía algunos escalones por encima de toda realidad moral-ontológica que había decidido construir para sí mismo? ¿El amor que sentía por Beste, palmado, esculpido, adornado por las palabras más divinas y apasionadas, se vería reducido a tan poca cosa como el apetito que tantas veces había logrado apaciguar con una bolsa de papas fritas? Beste y una puta bolsa de papas fritas. En el mismo nivel.
Caribe esperaba con una inquietud que le llevó a hacer un ruido: un gemido. Pero Él no se molestó si quiera en consolarse con el pensamiento de que se trataba solo del viento, como el resto solía hacer. Eran solo Él y el tejido que había forjado, hilo por hilo. Él, y Beste. Y una bolsa de papas fritas. Y un hilo tan frágil. Y la avidez.
X. Una Espina/Desenlace
Ahora Caribe compartía su incertidumbre, el contexto, el camino adornado, el cadáver, el miedo, la desesperación, lo tenía todo; Él solo tenía que acercarse un poco más a ella, y podía hacerlo aún con la fuerza que había decidido reservar para sus brazos, arrastrándose sobre el pasto árido salpicado de sangre seca para torcer con delicadeza una espina del lecho de muerte sobre el que yacía Beste. Una espina lo suficientemente grande como para perforar su muslo, rasgar un pedazo fresco, remover la piel de encima, tomar el mendrugo y corroerlo, saborearlo, tragarlo. En realidad no importaba, mientras tomara esa decisión. Pero Él aún titubeaba.
Si Caribe hubiera podido hablar, o sonreír, o existir si quiera, seguro que hubiera soltado una risilla nerviosa, porque observándolo desmembrar un poco a su novia muerta para devorarla o decidiendo quedarse inmóvil hasta que la deshidratación le condujese a la muerte o la desesperación al suicidio, la muerte sería siempre el resultado. La cobardía de seguir viviendo para afrontar la realidad y el egoísmo de sobrevivir a costa de la carne ajena tenían para Caribe un valor parecido. Así que una vez más solo le quedaba esperar, pero Él continuaba sumido en tal vacilación mental que la criatura desesperada probó con un nuevo crujido de ramas secas para volver su atención al cuerpo inmóvil de Beste. Esta vez funcionó: el dolor y el apetito se vieron enardecidos en su vientre. Se acercó, como había previsto, con las escasas fuerzas que quedaban en sus brazos cargando tras sí el peso de su propio cuerpo. Cortó una espina y la dirigió tajante hacia el muslo izquierdo, pero el propio, rasgó un pedazo de este acompañándolo con un lamento ahogado; exploró con sus dedos temblorosos el tejido que podía arrancarse, profundizó más con la espina. Otro lamento.
Caribe aguardaba, atónito, cavilando las consecuencias decorosas de su propia presencia que implicaba el desafiar las leyes fenomenales y, además, ceñido a través del miedo que le era tan ajeno, comenzó a cuestionarse por vez primera la fragilidad de su existencia.
Y a Él, en medio de la incertidumbre y la divagación entre el bien y el mal, los límites de la ética y su propósito intangible, con su novia muerta a un lado y su muslo expuesto, ya solo se le ocurría un pensamiento mientras se llevaba el trozo de carne cruda a la boca: cuánto le gustaría tener un poco del aroma a cítricos como aderezo.
Fin.
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